viernes, 11 de noviembre de 2011

F.E.N.


Hace unos meses me enteré – a pelota pasada como suele suceder con estas cosas – de la muerte en Málaga de mi antiguo profesor de F.E.N, en el instituto de la calle Gaona.

Para los que aún no pasan de los cuarenta, debo decir que bajo estas siglas se escondía el nombre de una de “las marías”, asignaturas que constituían el núcleo endeble de los estudios de bachillerato y que eran Formación del Espíritu Nacional, Religión y Gimnasia.

Cuando un trimestre habías hecho el perro en clase y las notas al final lo evidenciaban, siempre te cabía el recurso de decir -“¡Pero tengo tres aprobadas...!” Esas tres eran - naturalmente - “las marías” a las que hago referencia, y que casi nadie solía suspender con solo asistir a clase...

La asignatura de F.E.N. - para entendernos - era una especie de Educación para la Ciudadanía del franquismo, y en ella se destacaban los valores nacional sindicalistas del sistema, y se ensalzaba el sacrificio, la disciplina y la obediencia al mando, como esenciales en el devenir futuro de los estudiantes.

El profesor al que me refiero - Don Luis – al que se conocía coloquialmente entre los estudiantes como “el político”, era un hombre a quien el sistema - al que con devoción servía - trataba de la peor manera que imaginarse pueda.

Cierto es que en aquella época ni los catedráticos nadaban en la abundancia, pero en el caso de Don Luis, este se debatía casi en la indigencia. En invierno siempre acudía a clase provisto de varios jerséis sobrepuestos y embutido luego por una pelliza, que - a juzgar por su estado sobado y reluciente - había soportado muchos fríos en uso y en cuyas mangas, para evitar que asomasen los hilos que constituían su estructura, se habían agregado de forma artesanal unas coderas, de un color más o menos parecido al de la prenda.

Pese a todo, Don Luis loaba sin descanso los logros del régimen y repetía incansable las glorias pasadas de un imperio extinto, del que – según decía - había surgido el presente.

Cada año, entre los trabajos del curso, debíamos confeccionar un periódico personal, al que había de darse nombre formato y contenidos, siendo todo ello supervisado luego por nuestro hombre.

Se completaba la asignatura, con la lectura comentada del libro “Luiso. María, matrícula de Bilbao” de José María Sánchez Silva, sobre las vivencias del niño que daba nombre al libro, hijo del capitán del buque en que la acción transcurría y sus peripecias a bordo durante un verano. Este libro fomentaba la moral al uso y los valores de solidaridad y camaradería, y supuso - de rechazo - librarnos de los anteriores infumables manuales doctrinarios de la asignatura.

Pero volvamos al periódico. Aquel año, tras rechazar varios nombres porque ya “estaban cogidos”, me fue aceptado aunque a regañadientes “por poco patriótico” el de Águila, teniendo mucha importante el título pues la portada había de ser alusiva a este, mediante un dibujo.

El problema surgió con los contenidos, que debían aludir – por fuerza - al régimen... Para hacerlos me sirvió de inspiración la Cuba de Castro, que ya entonces daba mucho de si. Los habaneros acababan de poner, de patitas en un avión a nuestro embajador, por contradecir al dictador caribeño que – a su vez - había tachado de dictador al que entonces teníamos aquí, y eso - por lo visto - entre colegas se llevaba fatal...

Así pues, como pude, redacté un artículo resaltando como era lógico, si es que quería aprobar, tanto lo malo del barbudo, como lo bueno de nuestro generalísimo.

Pero todo resultó en vano. Don Luis, después de leer con gesto adusto mi redacción, me llamó a capítulo para decirme que en la crítica del cubano no había sido lo bastante enérgico, y sobre todo que había hecho un paralelismo intolerable al decir, que era una paradoja el que fuese tan sospechoso llevar barba en España, como no llevarla en Cuba, porque “evidentemente no era lo mismo”...

Aquel trimestre una de las “marías” estaba suspensa... Mis padres, al ver el boletín de notas, no podían dar crédito a sus ojos. Por suerte – en aquella ocasión - la Historia, la Literatura y el Latín, actuaron en mi defensa y me libraron de la paternal hoguera...

Descanse en paz Don Luis...¡Quien le iba a decir que la familia Castro, a quien él auguraba - como mucho - un par de años más de mandato, le sobreviviría aún en el poder!.

J.M.Hidalgo

Publicado en el bloc del autor en el periodico digital ymalaga.com

martes, 8 de noviembre de 2011

El tranvía para ir al Instituto… y a la playa

Todos los días de clase tenía que desplazarme al Instituto de calle Gaona desde mi casa, situada en la zona de la carretera de Cádiz, en una pequeña calle paralela a la actual Avenida de la Paloma.
Iba andando hasta la parada del tranvía en calle La Hoz, en el barrio de Huelin y allí lo tomábamos mi primo, Antonio Sánchez Muñoz, y yo.  Mi primo vivía en el número 2 de esa calle, en la llamada casa de los espantos, pero en esa época - años 50 - nadie recordaba cual era la causa de ese nombre si bien se suponía que una antigua leyenda relataba la aparición de espíritus en ese caserón en el pasado. 

El trayecto del tranvía recorría las calles La Hoz, Ayala, Cuarteles, Puente de Tetuán

Tranvía pasando por el Puente de Tetuan

y la calzada derecha de la Alameda y terminaba en la esquina con calle Córdoba.

Nos bajábamos y nos dirigíamos al Instituto. Cruzábamos  la Alameda hacia Puerta del Mar cuando el guardia que dirigía el tráfico subido en su “queso” nos daba paso. Continuábamos por calle Nueva… Mártires… Dos Aceras y ya Gaona, más de una hora después de haber salido de casa.

Al regreso, normalmente José Antonio Villegas volvía con nosotros. El también cogía el tranvía aunque su trayecto era más corto porque  vivía en la Casa Cuartel de la Guardia Civil que había en la Carretera de Cádiz – actual Héroes de Sostoa – cerca de la Estación de Ferrocarriles.

Un día, cuando yo no había regresado todavía del Instituto, se acercó a mi casa, en calle Osorio Valdés, 1,  un hombre que conocía a mi familia de forma lejana,  y le preguntó  a mis padres, para confirmar sus sospechas,  si su hijo se llamaba Rafael,  solía coger el tranvía e iba acompañado de otro muchacho de edad similar a la mía. Así era, yo utilizaba todos los días el tranvía e iba al Instituto con mi primo. El hombre le informó a mis padres que yo había tenido un accidente con un tranvía y que me habían trasladado al hospital. Mis pobres padres, con toda la angustia que se puede suponer, corrieron hasta el centro sanitario y al llegar fueron conducidos hasta donde estaba la persona herida. Mi padre, que se había adelantado, lo primero que percibió antes de verle la cara al accidentado fue que el chico que estaba en la cama era de menor volumen corporal que yo. Cuando se aseguró definitivamente de que no era yo, suspiró con gran alivio, aunque con el dolor de ver a un menor herido: “No es mi hijo”. El resultado del accidente fue que el chico perdió una pierna. Se había dado una coincidencia de datos que había dado lugar al equívoco. El niño herido vivía en calle Osorio, relativamente cerca de la calle donde yo vivía, Osorio Valdés,  se llamaba Rafael, igual que yo y viajaba  acompañado de otro niño, como  yo con mi primo.

Afortunadamente no eran frecuentes los accidentes con los tranvías, a pesar de que la 





seguridad  no era una de las características  de su diseño, ni figuraba entre los usos y costumbres de la época observar unas mínimas precauciones, como puede observarse en las fotos de la época.

 Tenía dos plataformas, delantera y trasera, totalmente abiertas, sin puertas y la gente se solía subir y bajar aun estando el vehículo en marcha. Incluso nosotros, los niños, lo hacíamos. Habíamos aprendido a tirarnos en marcha, y así lo hacíamos  si queríamos quedarnos en un punto determinado del trayecto para no tener que llegar andando después, desde la parada. Eso sí, siempre lo hacíamos desde la plataforma trasera, para que en caso de caída no nos cogieran las ruedas del tranvía.

En verano también utilizábamos  el tranvía para ir a la playa.  Los chicos de la pandilla que vivíamos en la Barriada Girón y sus proximidades tomábamos el tranvía en la parada que se encontraba a la altura de un bar llamado  El Velero,  situado en la esquina del Camino de la Misericordia - actual Avenida Sor Teresa Prat -  con la calle Comercio - actual calle Vicente Aleixandre – de la Barriada Girón. El tranvía nos llevaba hasta el final de la Avenida, donde estaba  la Casa de la Misericordia - actual Centro Cívico – dedicado a la acogida de niños necesitados.

Desde allí íbamos andando hasta el espigón de la Térmica, donde pasábamos todas las mañanas de los veranos, bañándonos, pescando pulpos y jibias, jugando a la pelota y tratando de ligar con las niñas.  Todos  aprobábamos en junio y nos podíamos permitir unas vacaciones libres de estudios.

A veces, más por travesura de niños que por necesidad económica, viajábamos en el tope del tranvía cantando una canción con la melodía de la famosa canción napolitana O sole mío y con la siguiente letra: O tope mío, qué bien se va, venga quien venga, no he de pagar. O tope, o tope mío…
Nos jactábamos de que el viaje no nos iba a costar ni una gorda -  o perra gorda- , expresión popular de la época para indicar que algo no valía prácticamente nada - una gorda o perra gorda era la denomicación popular para la moneda de 10 cent. de peseta, equivalente a 0,00060 € actuales -


Alguna vez ocurrió que el  cobrador se enfadaba y nos arrojaba arena, tomándola del depósito que llevaba el tranvía y cuyo verdadero uso no era ese, sino echarla sobre las vías para aumentar el rozamiento  con las ruedas, evitando así que patinaran.
El tranvía con su "tripulación": el conductor y el cobrador, que llevaba la cartera con el dinero y los billetes colgada del hombro

En otras ocasiones,  solíamos “negociar” con el cobrador para hacer el viaje normalmente pero a mitad de precio. Había un amigo, 3 ó 4 años mayor que el resto de la pandilla, que se encargaba de hacer el trato. Le decía: “Compañero, vamos a hacer un arreglillo, hombre, que estamos ahorrando para irnos a Alemania  – eran los tiempos de la emigración, aunque nosotros no estábamos en esa tesitura - . Tu no nos das el billete y nosotros te damos la mitad de lo que vale el viaje”. Hay que decir que la mayoría de los  cobradores no aceptaban y en eso caso teníamos que pagar el importe completo. En ese trayecto no solía haber Inspectores o Revisores que comprobaran si llevabas  billete, pero si se subía alguno y habíamos hecho el “arreglillo”, teníamos que bajarnos aun tirándonos en marcha.

El tranvía dejó de rodar por las calles de Málaga el 31 de Diciembre de 1961